domingo, 26 de abril de 2009

Boedo Club



Salimos de la casa con paso decidido. Èl tenìa una camisa blanca descolorida, vieja, con la tela casi raída, y unos pantalones a finas rayas grises. En los pies, zapatones de punta cuadrada, que se había encontrado en la calle una vez, pero muy lustrosos, la mar de negros. Hacían chap chap al desplazarse sus piernas largas por la cuadra. Yo, con una falda larga, azul marino, de terciopelo, con un tajo al costado; una blusa blanca de cuello mao y un saco cuadrillé. En el pelo un rodete; en el rodete una rosa. Lo tomé del brazo y así pasamos con la frente en alto el umbral de Boedo Club. Sorteamos a las parejas que bailaban enlazadas en la pista; luces rojas tenues formaban siluetas deformes en el piso y las paredes. Elegimos una mesa en un rincón. --Aunque sea veremos a los viejos que bailan --dijo él mientras corría mi silla. --¿Qué toman? --dijo un mozo de aspecto cansado que seguramente no tenía ganas de servirnos nada. Ya debían ser las dos, tres de la madrugada. --Una piña colada --dijo él. --Un martini --dije yo.

Mientras esperábamos las bebidas, comentamos las destrezas de los bailarines. --Mirá ese viejo, la cara que pone... --Y esa mina de violeta, es la mejor. --La de peluca rubia la tiene muy clara. --¿Qué tan difícil puede ser? Llegaron los tragos, el hielo casi derretido, el martini sin azúcar ni limón. --Qué malintencionado el barman --convinimos. Sorbimos apenas y luego nos pusimos de pie. --Ha llegado el momento.

En el centro de la pista él me enlaza y yo apoyo mi nariz en su pecho. Su mano me sujeta, firme y suave, la cintura. Tarán tan tan. --Estás tensa --él me dice. Comenzamos a bailar, un paso a la derecha, otro atrás, quiebro la cadera, él hace un ocho. A veces levanto la mirada para ver cómo sus ojos verdosos ríen y luego bajo mi velo como si fuera Isis. Levantando los pies en su punta y la nariz apenas se consigue un desliz más certero y sutil. Nos veo al pasar reflejados en un gran espejo. Somos hermosos. Su pecho coincide con mi frente; envuelta en su brazo firme mi cintura parece diminuta. Durante los tres minutos que dura el trance estoy convencida de que así debe ser la vida por siempre.

La música llega a un clímax, el bandoneón se abandona al acorde final. Nosotros vasculamos y volvemos a la posición primaria justo en el momento en que termina la canción. Ha caído una cortina de tensiones. Nos miramos sonriendo; se ha roto un hechizo, ya volvemos a la mesa. A sorber los tragos y esperar la próxima vuelta.

1 comentario:

  1. era, acaso, tu compañero de baile
    ese
    el judío ortodoxo más lindo de eleven?

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